lunes, 18 de febrero de 2013

un hombre grande


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Él ronca, habla poco de cansado, pero lo cuenta todo en servicio de mi cara de asombro. Él ronca; a mi lado como la demostración máxima de una confianza que no deposita en las guapas mujeres que lo pretenden. Según él, no por la cara y el cuerpo hermoso que la vida le negó, sino por ese don de la palabra – y la billetera- que han hecho de él un Don Juan post moderno.
Bastantes son los días que me alejan de la primera vez que lo vi; a sabiendas de quien era, por el detallado que me habían entregado en su honor; mal hombre, desalmado, desgraciado, descorazonado. A título muy personal: discreto, vividor, único, brillante, inolvidable; como los relatos de su libro, como las letras que se le dan con talento utópico. Él no lee lo suficiente, él escucha demasiado; dándose tregua en mi presencia, para contármelo todo, para describirme el mundo excéntrico en el que se ha movido desde que el apellido poblado de consonantes, grande y extranjero no le sirvió como para salir de la miseria que se vivía cerro arriba.
Él ronca, él duerme, es breve y austero, esporádico y singular; él vive, sobre todo vive, para contármelo antes de caer, para entibiar en medida de lo que puede, la frialdad de su lujo más nuevo: mis piernas, y mi eterna juventud, ya que sabe, que el corazón del que promete escribir algún día, se lo entregué a otro, y no lo he pedido de vuelta, no porque no quiera, sino porque no puedo.
Escribir de él, es casi imposible, no hay letra que le haga justicia, no hay frase que sea amable con ese paso tan único y silencioso que tiene por el mundo; mismo mundo del que cree que se irá joven, pero satisfecho consigo mismo.
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