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Él ronca, habla poco de cansado,
pero lo cuenta todo en servicio de mi cara de asombro. Él ronca; a mi lado como
la demostración máxima de una confianza que no deposita en las guapas mujeres
que lo pretenden. Según él, no por la cara y el cuerpo hermoso que la vida le
negó, sino por ese don de la palabra – y la billetera- que han hecho de él un
Don Juan post moderno.
Bastantes son los días que me
alejan de la primera vez que lo vi; a sabiendas de quien era, por el detallado
que me habían entregado en su honor; mal hombre, desalmado, desgraciado,
descorazonado. A título muy personal: discreto, vividor, único, brillante,
inolvidable; como los relatos de su libro, como las letras que se le dan con
talento utópico. Él no lee lo suficiente, él escucha demasiado; dándose tregua en mi presencia, para contármelo todo, para describirme el mundo excéntrico en el que se ha movido desde que el apellido poblado de consonantes, grande y extranjero no le sirvió
como para salir de la miseria que se vivía cerro arriba.
Él ronca, él duerme, es breve y austero, esporádico y singular; él vive, sobre todo vive, para contármelo antes de caer, para entibiar en
medida de lo que puede, la frialdad de su lujo más nuevo: mis piernas, y mi eterna
juventud, ya que sabe, que el corazón del que promete escribir algún día, se lo
entregué a otro, y no lo he pedido de vuelta, no porque no quiera, sino porque no puedo.
Escribir de él, es casi
imposible, no hay letra que le haga justicia, no hay frase que sea amable con
ese paso tan único y silencioso que tiene por el mundo; mismo mundo del que cree que se
irá joven, pero satisfecho consigo mismo.
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