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Él llora, canta, le sudan las
manos, y le arden las orejas al calor. Tiene una rebeldía que solo se le
refleja en los cabellos, y lunares que aun pudo ubicar a ojos cerrados. Ronca
en las mañanas y después de almuerzo. Él las cuenta con los dedos de las manos,
a todas ellas, incluso a mí. Ama el olor a pasto, carga el olor a casa, pero odia
el verde en el plato, y saca la carne del mío. Él ahuyenta a los perros
salvajes, bueno no tan salvajes, pero ahuyenta a los perros de la calle que
tanto me dan miedo; él es el compañero de mi boleto de la micro a eso de las 20
horas, cuando el oscuro de la noche me incomoda las hormonas, él sabe y cede
condescendiente mi asiento favorito. ÉL duerme, a la hora de las siestas que no
compartí nunca más, el come con ganas, con las que yo no tengo y en las que
pongo esfuerzo; y cuando el empeño le llega al rostro, el rosado de las
mejillas lo hacen único. ÉL conoce mi rutina y la aprendió solo. Me escribía
cartas a mano alzada y una vez me llamó imprescindible; yo no creía en la
veracidad de esa palabra, ni sabía para qué mierda existía, hasta que él la
mencionó, y años más tarde, hasta en su más grande rencor, la sustentó en
ofensas que han vuelto real mi desesperación. Yo rimaba, aun lo hago, a veces,
cuando resulta, y otras cuando lo amerita. Yo escribía. Dejé de hacerlo cuando
entendí que él no existe, que es otro más de mis inventos para poder seguir y
tener algo que contar. La mentira más grande en la que creí, el mejor personaje
del que escribí. Es como las pepas del tomate que no me comí, como el almohadón
sin el que no puede dormir.-
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